En el umbral: entre la derecha emocional y la disputa del porvenir

¿Qué pasa cuando se apaga el porvenir? ¿Qué pasa cuando la esperanza queda encerrada? El neoliberalismo ajusta y las nuevas derechas se componen de furiosos nostálgicos que sueñan con retrotraer derechos. Pero aún hay quien se atreve a imaginar y disputar la esperanza. Disputar el tiempo por venir, es empezar a hacerlo posible.

Por Cecilia Macarena Pelliza

Pandora observa, la caja está abierta. Entre redes, libros, rostros y símbolos, la política se juega como disputa de las esperanzas. En este tiempo liminal, el futuro no se espera: se imagina.
Pandora observa, la caja está abierta. Entre redes, libros, rostros y símbolos, la política se juega como disputa de las esperanzas. En este tiempo liminal, el futuro no se espera: se imagina.

Pandora fue la primera mujer creada por los dioses del Olimpo por orden de Zeus, como castigo a la humanidad luego de que Prometeo robara el fuego sagrado. Cada dios le otorgó un don: belleza, inteligencia, curiosidad, entre otros. Junto con ella le entregaron un ánfora, con la advertencia de no abrirla jamás. Movida por la curiosidad, Pandora finalmente desobedeció y abrió el recipiente, liberando todos los males del mundo: enfermedades, hambre, sufrimiento, muerte, envidia. Asustada, lo cerró rápidamente, dejando dentro solo una cosa: la esperanza.

Este mito explica el origen del sufrimiento humano, pero también la persistencia de la esperanza frente a la adversidad. ¿Por qué la esperanza estaba en el ánfora junto a los males? ¿Es acaso otro mal? Si los dioses sabían que Pandora abriría la caja —de hecho, fue creada para eso—, ¿sabían también que la esperanza no se esparciría? Entonces, ¿es acaso el hecho de que no se esparza la esperanza parte del castigo?

En el aforismo 71 de El viajero y su sombra, Nietzsche ofrece una lectura inquietante del mito:

"La esperanza es en verdad el peor de los males, porque prolonga los suplicios de los hombres."

Según esta visión, la esperanza no consuela: condena. No redime, sino que sostiene la duración del padecimiento. Es una prótesis del alma que posterga el colapso, un mecanismo de supervivencia que impide rechazar del todo la vida en condiciones de opresión. Así, el nihilismo contemporáneo ha capturado la esperanza como aplazamiento, como resignación diferida.

Desde otra mirada, podemos pensar que la esperanza no escapa de la caja porque no puede ella esparcirse por sí misma. Tampoco cada mal contiene en sí mismo su redención. Entonces la condena, el designio, es tener que disputar la esperanza ante cada mal. Encontrar la caja de Pandora, volver a abrirla y, como decía el poeta Armando Tejada Gómez, "empujar la esperanza pobrecita, mestiza, a desatar las manos de América nativa". 

Disputar la esperanza, entonces, es construir una narrativa que prime y logre arrojar sentido en medio del tormento, que permita imaginar futuro y así trazar la ruta para continuar. Es la condición para no entregarse al colapso. La narrativa de las derechas comúnmente son la justificación de los tormentos presentes, que ellos mismo generan, en pos de un bienestar futuro y con eso logran apaciguar a los pueblos durante un tiempo. La tarea para los progresismos es más compleja pues deben reconfigurar el porvenir como horizonte abierto, como terreno de invención colectiva. Desde esta mirada la esperanza es un campo de lucha.

A finales de los años noventa, cuando cayó el Muro de Berlín y se consolidó el orden neoliberal global, proliferaron discursos satisfechos sobre el “fin de la historia” y la muerte de las utopías. Francis Fukuyama celebró este supuesto desenlace con tono triunfalista: el liberalismo había vencido, ya no quedaba nada por pensar. La política se vació de épica y se degradó en pura gestión.

Pero ese cierre del tiempo no fue un agotamiento de lo posible, sino una operación ideológica para agotar lo imposible. Como si dijeran: “ya no tienen que temerle a la revolución, porque la encerramos en un pasado muerto”. Se instauró un presente continuo, sin alternativas, sin futuro visible.

Contra ese horizonte clausurado, Deleuze escribe El agotado. Lejos de la resignación, su gesto es intempestivo: agotar lo posible no como rendición, sino como desafío. Explorar el agotamiento del repertorio histórico no para cerrar el juego, sino para abrir otros. Lo agotado no es el deseo de justicia, sino las formas heredadas de su búsqueda. Creer en este mundo —precisamente en lo imposible— para hacerlo otro.

Álvaro García Linera se sitúa en esta misma tradición cuando escribe La política como disputa de las esperanzas. La esperanza no está dada: se construye, se narra, se disputa. La advertencia en este sentido es clara: sin horizontes colectivos compartidos, no hay proyecto que perdure. 

Según su lectura estamos ante un tiempo liminal: un umbral histórico en el que las coordenadas del mundo anterior se han erosionado, pero todavía no ha emergido un nuevo orden. El término liminal proviene del latín limen, que significa umbral. Se usa para describir una situación o estado que se encuentra en el límite entre dos etapas, un tránsito, una zona de indefinición. No es el antes ni el después, sino ese entre en que algo ha terminado, pero lo nuevo todavía no ha comenzado.

En esta etapa el neoliberalismo corrompido, como él lo llama, ya no propone un horizonte de largo plazo ni el progresismo logra articular uno nuevo. Es un presente de parálisis, de estupor colectivo, donde la sociedad ha perdido su capacidad de imaginar porvenir. En este vacío simbólico, las derechas lejos de ofrecer un futuro, ya no promete bienestar ni progreso, apenas disciplina, escarmiento y ajuste. Por eso su relato se ha desplazado: ya no vende sueños, despliega guerras ideológicas moleculares. Interviene la vida cotidiana con campañas digitales, operaciones mediáticas, manipulación emocional. En lugar de razones, ofrece resentimiento; en lugar de argumentos, ofrece enemigos.

Surgen así los furiosos nostálgicos, expresión condensada de una derecha que no imagina un futuro mejor, sino un pasado imaginario al que volver. Extrañan un orden jerárquico y excluyente: cuando las mujeres callaban, los pobres no opinaban, y las decisiones se tomaban en embajadas. Las expresiones del presidente Javier Milei planteando retrotraer las condiciones de la sociedad argentina a un siglo atrás son prueba de esto. Las razones ante tamaña sin sentido nunca alcanzan entonces: No explican, insultan. No convencen, imponen. No proponen, destruyen. Son el eco histérico de un privilegio en retirada.

La reciente condena a Cristina Fernández de Kirchner se inscribe también como una nueva afrenta contra la esperanza popular. No se trata sólo de un fallo jurídico: es un gesto político que busca clausurar el deseo de millones que aún aspiran a un proyecto de país más justo, inclusivo y soberano. Es el intento de escarmentar no sólo a una dirigenta, sino a una memoria colectiva que no se resigna. Como si fuera necesario arrasar hasta con los símbolos para desalentar cualquier anhelo de transformación. En ese acto punitivo no se castiga un delito, se castiga una esperanza: la de una mayoría que se sabe parte y quiere futuro.

García Linera advierte que esta nueva derecha no es la misma de los años 90. Entonces buscaba consenso: hoy busca control. Antes al menos planteaban que el sufrimiento del pueblo era pasajero y en pos de un bienestar futuro, hoy arrojan a los individuos al juego tiránico del mercado y los culpan de su desgracia. Es una derecha emocional, identitaria, postdemocrática. Atraviesa las instituciones, pero no cree en ellas. Y se vuelve peligrosa no sólo por su violencia, sino porque ocupa lo que la izquierda descuida: las calles, los símbolos, las pasiones.

La paradoja de nuestro tiempo es clara: ni el neoliberalismo propone futuro, ni el progresismo logra dibujar uno. Vivimos en una suerte de estupor compartido. El tiempo está suspendido. Pero sabemos que este interregno no durará para siempre. En algún momento surgirá —como sugiere García Linera— una nueva disponibilidad cognitiva, ese momento en que lo impensable se vuelve pensable, en que lo negado se vuelve deseable.

El prólogo del libro abre con una cita del historiador Enzo Traverso: “el eclipse de las utopías será sólo pasajero. Una nueva utopía surgirá desde lo profundo de la sociedad, aunque no sepamos cuándo ni dónde ocurrirá”. 

Se trata entonces de recuperar la conducción de las esperanzas colectivas exige coraje intelectual, conexión con las luchas y una imaginación política capaz de nombrar lo nuevo antes de que exista.

Como alienta García Linera:

“Tenemos una responsabilidad histórica: recuperar para nuestro lado las banderas de la esperanza, porque la política es, en esencia, la conducción de las esperanzas colectivas, y el Estado, como síntesis jerarquizada de la sociedad, es el monopolio de estas esperanzas”.

Entrevista a Álvaro García Linera