Perfect Days, el acento sensible de lo cotidiano

Por Cecilia Macarena Pelliza



Perfect days (2023), la película de Wim Wenders, es una propuesta sensorial. Quienes se abrieron a ella y aceptaron el convite, mantuvieron durante largas jornadas los efectos de sus imágenes, sus sonidos, sus luces y sus sombras en la percepción de la cotidianeidad. Ya pasado un tiempo aún pueden recobrar ese modo de percibir cada vez que la evocan. Es como si el film hubiese inoculado una especie de droga. Una droga llamada Wenders.

Las primeras tomas muestran la noche sobre Tokio, el silencio que se abre paso entre la arquitectura imponente, los árboles que mueven sus copas en una danza con el viento, y el sueño de Hirayama (Kōji Yakusho) que se interrumpe por el ruido de una escoba al barrer las hojas secas frente a su ventana. Es apenas un crepitar de hojas y unas cuantas cerdas raspando la calle, pero es suficiente para que el protagonista abra los ojos y arranque su rutina.

Él trabaja en la limpieza de los baños públicos de Tokio y asume su tarea con una dedicación y cuidado que causan fascinación. “Tómatelo con calma. Se ensuciará de nuevo de todos modos”, le dice su joven compañero Takashi  (Tasuko Emoto). En verdad, él se toma las cosas con calma, no hay desesperación en este perfeccionismo con el que hace su trabajo. “¿Para qué darle tanta importancia a un trabajo como este?”, insiste Takashi. Ambos tienen el mismo trabajo, pero lo viven de maneras distintas. Mientras que el joven lo desprecia, Hirayama se apropia de su tarea y "hasta tiene sus propias herramientas de limpieza", le destaca Takashi a una joven enamorada. Entre las herramientas de Hirayama se destaca un espejo de mano con el que inspecciona los recovecos de inodoros y lavatorios, para chequear que todo quede impecable. Él es un hombre que hace bien su trabajo, que agradece que en el mundo haya música, que cultiva su jardín. Cuando Borges escribía Los justos también pensaba en él.

Los justos
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.



Hirayama ronda los 50 años y lleva una vida austera sin mayores gastos ni necesidades. Le saca fotos al  sol que asoma entre las hojas de los árboles con una vieja cámara de rollo, conecta con la música que descubrió en su adolescencia, en los inicios de la década del 90, y la escucha desde casetes, en los mismos viejos dispositivos de reproducción que usó siempre. La música que escucha Hirayama deviene banda de sonido de la película. Una oda a la vida, al disfrute y a la contemplación que le da el nombre a esta obra de Wim Wenders, Perfect Days. 


Esta música suena mientras la cámara recorre los baños públicos de Tokyo. Estamos situados en los sanitarios de la ciudad más poblada el mundo, con 37 millones de habitantes, pero no se ven imágenes desagradables. Hirayama se encuentra prácticamente limpiando baños limpios. Más allá de la mirada romantizada de Wendres sobre este trabajador y sobre Japón particularmente, la pulcritud que se exhibe es también una postal de una cultura que ha hecho del aseo personal y del cuidado del espacio común un culto y un sello de identidad.

Los baños públicos que aparecen en la película de Wenders son parte de The Tokyo Toilet, un desarrollo de la ciudad japonesa que contó con el trabajo de arquitectos destacados, como Tadao Ando, Kengo Kuma y Shigeru Ban, entre otros,  para diseñar 17 baños públicos en el barrio de Shibuya. ​El proyecto formó parte de un grupo de medidas de mejora para los Juegos 0límpicos de Tokio 2020, que se realizaron finalmente entre el 23 de julio al 8 de agosto de 2021, como consecuencia de la pandemia del COVID-19. Wenders fue invitado por el desarrollo para realizar una serie de cortos institucionales que muestren el desarrollo arquitectónico de estos baños, sus creadores y la ciudad. El cineasta llegó con ese fin y si bien los baños lo inspiraron, confiesa que lo que realmente lo conmovió fue un gran sentido de la responsabilidad por los lugares comunes y el bien común”. Esa es la historia que contó y con la que me encontré. 

Hirayama conecta con la naturaleza que lo rodea y que habita entre el cemento de la imponente urbe. Tiene una pequeña vitrina en su casa destinada a la germinación de de retoños que encuentra en sus recorridos de un baño a otro de la ciudad. Los halla a la sombra de gigantes verdes imponentes a los que les agradece su sombra, sus resplandores de sol entre las hojas y también sus pequeños retoños a los  en cierto modo los rescata de sucumbir bajo la pitada de algún transeúnte distraído. Entre el cuidado de lo común y del otro, también entra el cuidado de los árboles. Las lecturas que hace, tienen también un componente naturista: Las palmeras salvajes, del Premio Nobel de Literatura Wiliam Faulkner (1897-1962); Once, de Patricia Highsmith (1921-1995) y Árbol, de Aya Kōda (1904-1990), son los libros que aparecen como compañeros nocturnos de nuestro protagonista. En español se puede conseguir Las palmeras salvajes, traducido por el mismísimo J.L.Borges en 1939, y varios de los libros de Patricia Highsmith editados por Anagrama, mientras que la autora japonesa Aya Kōda aún busca traductor.

Cuando ya pasó una hora y cuarto del inicio de la película, en total dura dos, una sobrina aparece intempestivamente. A primera vista Hirayama no la reconoce y cuando lo hace lo primero que le dice es “cuánto has crecido”. Así nos enteramos que este hombre silencioso y trabajador tiene una familia de la que se alejó hace ya bastante tiempo. A partir de esta llegada entendemos también que no siempre la vida de HIrayama fue así de austera y que la distancia con su familia implicó también una renuncia a las supuestas comodidades que la misma otorgaba. “Hay muchos mundos, no todos están conectados. El de tu madre y yo son mundos diferentes”, le revela ante la insistencia de ella en relación a los rumbos que tomaron la vida de los hermanos. Eligió vivir un día a día que le permita disfrutar del transcurrir. Eligió desprenderse para poder deslizarse. “Hoy es hoy, la próxima será la próxima”, también le instruye a la joven.

No hay compromisos, no hay deudas, no hay responsabilidades más que las que decide asumir cada día. Pero nada lo ata. H.D. Thoreau dice que “si estás listo para dejar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa e hijo y amigos, y nunca volverlos a ver -si has pagado tus deudas, has cumplido tu voluntad, has resuelto tus compromisos y eres un hombre libre- entonces estás listo para una caminata”. Hirayama es una especie de caminante errante a los que refería Thoreau en su ensayo Caminar, una orden incluso más antigua y honorable que los jinetes. Una suerte de cuarto Estado , por fuera de la Iglesia, el Estado en sí, la comunidad y el pueblo. Porque por más que hay una especie de sentido de lo común y un cuidado sobre esto, no hay comunidad en este hombre (no hay familia, no hay amigos, no hay amores) sobre el que la vida simplemente se derrama en un transcurrir entre obligaciones y encuentros azarosos en lo que si bien hay afectos, juegos, atracciones, todo se desliza sin hacer cuerpo. Infinita es la soledad a la vez que infinitamente poblada. Poblada de música, de lecturas, de naturaleza, de momentos reconfortantes. 


Hirayama transcurre en el tiempo sin malgastar el presente pensando en el pasado o en el futuro. Se apropia del tiempo y vive un presente puro en el que siente derramarse los días, y el devenir del día mismo en esos momentos de pausa contemplativa. Él anda y cultiva esa sensorialidad a la que Wenders nos invita desde el primer momento de la película. Sin el uso excesivos de dispositivos móviles, ni la consecuente contaminación de publicidades que aparecen en aplicaciones, lleva una vida desconectada del consumo que el capitalismo propone. Él puede ser feliz a costa del despojo. Paradójicamente es ese despojo el que le permite apropiarse de su tiempo, de su existencia. Desconectado de la vorágine a la que el consumismo invita, dispone de su tiempo. 

Tras los títulos la película cierra con la definición, “Komorebi”, que es la palabra japonesa para referirse al resplandor de luz y sombra creado por las hojas que oscilan en el viento. Sólo existe una vez, en ese momento. Son estos destellos únicos de luz y sombra, condenados a perderse en el instante, los que Hirayama intenta capturar con su cámara. Del mismo modo en que Wenders decidió posar su lente sobre este hombre, que puede ser cualquier hombre, tan único e intrascendente como cualquiera, tan efímero y potente como todos, para rescatarlo del olvido. Volviendo al tema de los baños, que es y no es al mismo tiempo el tema de la película, Wenders asegura que en definitiva el baño es ese lugar de utopía donde todos somos iguales. Ni ricos, ni pobres, ni viejos o jóvenes. Sólo destellos destinados a tintinear y perderse en las sombras.