Por Cecilia Macarena Pelliza
Los vuelos de los pájaros dibujan trayectos sobre un paisaje, siempre real e imaginario al mismo tiempo. Cuando los picotazos de los pájaros llaman a la ventana es hora de montar sobre sus alas y emprender el vuelo.
Los vuelos de los pájaros dibujan trayectos sobre un paisaje, siempre real e imaginario al mismo tiempo. Cuando los picotazos de los pájaros llaman a la ventana es hora de montar sobre sus alas y emprender el vuelo.
Deleuze se pregunta “¿Qué ser amado no envuelve paisajes,
continentes y poblaciones más o menos conocidos, más o menos imaginarios?”1.
Es ese amasijo entre lo real y lo imaginado lo que enamora. Son los paisajes
reales, capaces de proyectarse sobre un manto aún en blanco que no cesa de
plegarse y desplegarse proponiendo nuevos mundos. Es que “lo propio de la
libido es rondar la historia y la geografía,
organizar formaciones de mundos y constelaciones de universos, derivar los
continentes, poblarlos de razas, de tribus y de naciones”2.
La libido no tiene transformaciones, no pasa de un objeto a
otro. Afirmar eso supondría una visión de los procesos de subjetivación, y del
mundo, que descansa únicamente sobre la propiedad, un estilo propio de la
cotidiana vida burguesa. La libido traza trayectos en los que lo real y lo
imaginario se conjugan en una cartografía sincrética. Como las aves migratorias
que componen con lo real, lo leen, captan los signos, y en un momento dado
emprenden vuelo, abandonan el paisaje dado para componer en otro lugar no
presente aún, imaginado, pero que con insistencia llama. Un virtual que ya está
ahí y grita susurrando: ¡Ya es hora!
No basta con que el objeto real, el paisaje real, evoque
imágenes similares o vecinas: debe
liberar su propia imagen virtual. Al mismo tiempo esta imagen virtual, este
paisaje imaginario, debe introducirse en lo real. Así, ambos términos – lo real
y lo imaginario – siguen un circuito en el que cada uno persigue al otro, se
intercambia con el otro, conecta puntos diagramáticamente y crea con el otro un
mapa en el que se juega lo propio, lo singular.
El inconsciente entonces ya no es un aparato de
conmemoración que rescata objetos sepultados bajo tierra y les asigna un
sentido siempre memorial a la manera arqueológica. Se trata ya de un
inconsciente de desplazamientos, “de movilización, cuyos objetos, más que
permanecer sepultados bajo tierra, emprenden el vuelo”3.
“Los lapsus, los
actos fallidos, los síntomas son como pájaros que llaman a picotazos en la
ventana. No se trata de interpretarlos, sino más bien de identificar su
trayectoria, ver si pueden servir de indicadores de nuevos universos de
referencia susceptibles de adquirir una consistencia suficiente para invertir
la situación”4, nos dice Deleuze citando a Guattari en l texto Les
années d'hiver (Los años de invierno).
Los pájaros siempre están ahí, llamando a picotazos en la
ventana, se trata de tener un oído entrenado para el susurro y una vez sentido
el trayecto, lanzarse al vuelo. En esos arrojarse por la ventana se juega la
vida y la muerte.
El desprenderse de lo dado es siempre una pequeña muerte que
busca consagrar la gran muerte, son dos facetas de un mismo movimiento. Por un lado,
el sujeto entristecido por lo que ya no es, por lo que está dejando de ser:
pequeña muerte. Por el otro, el estallido de la subjetividad en ese acto
creativo de abrir nuevos paisajes, de arribar a una isla desierta: gran muerte,
que habilita un nuevo comienzo. La primera es una tristeza sentida en el plano
del sujeto, la segunda un estallido del sujeto.
“¿Qué seres existen en la isla desierta? - sólo cabe
responde que allí existe ya el hombre, pero un hombre extraño, absolutamente
separado, absolutamente creador, en definitiva una Idea de hombre, un
prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería casi una
diosa, un gran Amnésico…”5.
_________________________
1 2
3 4 Deleuze, G., Crítica y Clínica,
Editorial Anagrma, 1996.
5 Deleuze, G., La isla desierta y otros textos,
Editorial Pre-Textos, 2007.
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